La literatura como terapia oncológica

Tomada la decisión de arrostrar el tratamiento oncológico, algo que no me ha resultado nada fácil de asumir (puesto que va a suponer hipotecar algunos meses de mi vida, aceptar limitaciones y pasar dolor), apuro el verano avanzando muy lentamente en la redacción de mi primera novela (a final de agosto decidiré que la obra lleve por título Contenido subversivo), la particular manera que he elegido para volver a activar mis neuronas frente a un teclado. Escribir ha sido mi actividad diaria durante más de veinte años, de modo que creo que será la forma más amable para salir poco a poco de mi actual estado de oxidación. Tener que imaginar la trama de ficción de una novela negra, la primera a la que me enfrento, y hacerlo en estas circunstancias, supone todo un reto. No son pocas las mañanas que paso delante del ordenador en la biblioteca pública de El Puerto para tratar de arrancar y en las que regreso a mi casa con el más absoluto vacío, puesto que mi mente se encuentra tan paralizada que soy totalmente incapaz de imaginar cómo desarrollar una escena o un diálogo de algunos de mis personajes. Simplemente me quedo en blanco, paralizado, sin avanzar hacia ninguna dirección. Decido no exigirme más de la cuenta y dar por acabada la labor en cuanto comienzo a sentirme fatigado.

 

Así permanezco hasta mitad de verano, en concreto hasta un día en que amanezco más suelto y de alguna manera mi faceta creativa, la propia capacidad de imaginar, se activa. Veo en mi cabeza el posible desarrollo de la acción para que las piezas de la trama encajen y el todo tenga sentido y fluya. Me siento como que vuelvo a mi ser, con ganas de anotar las ideas que, ahora sí, comienzan a brotarme. La literatura se está convirtiendo en mi particular tabla de salvación. No les exagero. Me apoyo también en la lectura de algunos libros que explican cómo funciona el cerebro y sus posibles disfunciones. Destaco El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks, una obra que me hace plantear qué es el alma y si me la han tocado al abrirme la cabeza. Pienso en ello sin avergonzarme por hacerlo y sin dar nada por científicamente demostrado. Tan sólo especulo, una actividad magnífica. Me siento como un explorador de mí mismo.

 

Continúo con un aspecto bastante rollizo y con necesidad de cama y de dormir muchísimo, no menos de diez o doce horas al día. Escucho lo que me pide mi cuerpo y obedezco. Transcurrido un tiempo, los enfermeros encargados de retirar las grapas de mi cabeza me dan permiso para que pueda ducharme por completo e incluso regalarme un baño en el mar. Ese momento, el de la primera inmersión, que tiene lugar en la cala portuense de la Murallame parece como una especie de bautismo o regreso a la Vida. Doy sinceras gracias, a la misma Existencia y a mis médicos, prolongo los segundos previos al chapuzón para saborear el instante, me estremezco y lloro. Siento la fusión con la salinidad del mar y mi cabeza agradece el frescor. Me calzo de inmediato un gorro de natación, no vaya a ser que el sol calcine mi lustrosa cicatriz y vaya a quedarse la marca para siempre. Sonrío, de veras me siento muy afortunado.

 

Tan fuerte y capacitado me considero en este momento, tan superado considero mi accidente oncológico, que, además de mantener en pie mi billete de avión para Los Ángeles, hago hasta tres excursiones en verano. A un ritmo de actividades propio de un señor de ochenta años, de acuerdo, pero no me quito de ningún cartel de lo que tenía previsto realizar antes de que saltase el diagnóstico porque, simplemente, no lo veo necesario ni apropiado para mi curación. Sentir que puedo seguir adelante con mis planes me eleva la moral, consigue que no me vea a mí mismo como un enfermo y me deshago del adjetivo de convaleciente. De esta forma, acudo a Tenerife a la boda de un íntimo amigo (aunque sólo aparezco por la ceremonia y no por el convite; me agotaría estar tantas horas de pie y activo, además de tener que contar a decenas de personas cómo me encuentro, qué me aconseja el médico, cómo me di cuenta que algo iba mal dentro de mi cabeza… Tener que ser gentil con tantas conversaciones por delante me aterra, acabaría con mis fuerzas y mi paciencia). Un poco más adelante viajo a Bielorrusia (sí, Bielorrusia), el destino que había elegido para una semana de vacaciones con dos amigos por ser éste el primer año en que se permite aterrizar en Minsk sin necesidad de hacerse previamente con un costoso y complicado visado de turista. Cierto es que cada día de trayecto yo paraba a echar la siesta y que hubo que reducir las actividades y excursiones de la ruta que teníamos en la cabeza, pero para mí fue maravilloso verme en la otra punta de Europa pocos meses después de que me hubieran abierto la chorla, operativo y curioso como siempre he sido. Lo último fueron unos días en Asturias, bajo la tutela de Badi, que me hace sentir que siempre voy a estar bien cuidado, y de unos amigos que nos acogieron un par de días en una preciosa casa de veraneo junto al Cantábrico.

 

Mi intuición y mis sensaciones (mi capacidad de mantener conversaciones profundas y con reflejos mejora por momentos) me indican que todo marcha bien, aunque algo me dice que aún debo recorrer un largo camino de conocimiento interior para extraer la auténtica enseñanza que debe brindarme mi episodio tumoral. Evoluciono a mejor físicamente a ojos vista, sí, pero todavía me encuentro lejos de mudar mi piel y de evolucionar espiritualmente. Todas mis fuerzas y atención están centradas ahora en avanzar con mi novela y en pensar que lo que me ha sucedido no me impide seguir adelante con mis planes de ocio puramente terrenales. De acuerdo, mal no está, pero es insuficiente para sacar el auténtico jugo de lo que la Vida me ha puesto por delante. En ese momento todavía no lo sé, pero aún soy demasiado burdo para dar un salto de calidad en mi entendimiento.

 

Pese a todo, sí que hay un sentimiento que me llama interiormente. A cuentagotas, porque me canso rápido, pero durante los meses estivales me abro a leer a autores como Eckhart Tolle, Emilio Carrillo, Michel de Montaigne, Sogyal RimpochéRobin Sharma, Aristóteles, Santo Tomás… Aparentemente inconexos, pero en realidad unidos por una llamada a la vida en coherencia, a la atención a nuestro yo interno para así reconocer la verdadera identidad y actuar conforme a nuestros pensamientos íntimos. Para lograrlo, el camino es largo y exige perseverancia para aprender a conocernos dejando a un lado nuestra identidad más artificiosa, que es la física visible a todos. La misma que yo he podido ver disminuida por la aparición de mi tumor. Esa llamada de atención ha de ser comprendida. En mi interior lo sé, pero mis primeros pasos en esa dirección, gracias a estas lecturas, todavía son muy torpes.

El silencio ayuda a evitar distracciones, y también rezar. Leo, y recuerdo lo estudiado en mis años en la Facultad de Filosofía, acerca de que Pitágoras exigía a los alumnos que querían acceder a su famosa escuela de Crotona que antes se mantuviesen un mínimo de cinco años en el más absoluto silencio, tan importante era para el sabio el saber vivir dentro de cada uno. ¿Por qué? Porque en el interior reside la Verdad. Fuera sólo vemos sombras, como sucede en el símil de la caverna de Platón.

 

Sin un plan trazado, va culminando mi verano, exclusivamente guiado por la intuición de la búsqueda de una utilidad a mi enfermedad, de algo que detone en mi cabeza y me permita dar un salto de calidad evolutivo. De alguna forma quiero pensar que comienzo a manejar un mejor criterio a la hora de saber cuándo hay motivos para ponerme nervioso o agarrar un enfado, y cuándo ni merece la pena alterar mis neuronas ni hacer gasto energético alguno. Mi temperamento, de por sí belicoso y necesitado de acción, comienza a cogerle el gusto a una actitud más pacífica y contemplativa. Mido mucho mis fuerzas porque es lo que más me conviene en mi estado y encuentro cierto regocijo cuando topo con un punto con el que polemizar verbalmente con alguien (actividad que me encanta), a cuenta de lo que yo hasta hace bien poco habría saltado como un resorte para discutir, incluso abroncar, al más pintado, mientras que ahora me basto con contar hasta diez e imaginar cómo expondría yo mi argumento al respecto y cómo se lo podría tomar mi hipotético interlocutor. Me es suficiente con eso, con una simulación desde el interior. Muchas veces incluso me sonrío al darme cuenta, antes de expresarlo, de que mi tesis no estaba bien construida y que he hecho más que bien al guardar mi discurso y no entrar al trapo. Me estoy haciendo mejor, aunque todavía no lo sé ni intuyo la inmensidad de camino que me resta por recorrer. Yo soy mi propia medicina y también la posología de la misma.