Mi buen amigo Lucas Haurie me comentó la semana pasada que un participante de un concurso fraternal-televisivo había asegurado solemnemente que la Sagrada Familia era el gentilicio de Barcelona. Tamaño despropósito equivaldría a que se pudiera decir algo como: «Vamos a entrar a ver el gentilicio por dentro antes de que comience la misa» o «sácame una foto aquí, delante del gentilicio». Impresionante.

Imagino que hay que encuadrar la indigencia intelectual dentro de las llamadas víctimas de la Logse. Obviamente, la ocurrencia me hizo gracia y solté una carcajada. «No te rías tanto; recuerda que ese tipo vota…», espetó Lucas sabiamente. Certera andanada (como una catedral de grande, nunca mejor dicho) a la línea de flotación de creencia en el sistema. Apliquemos un silogismo: si alguien cree que un gentilicio es un recinto para el culto religioso, a saber qué criterio empleará para decidir quién es el encargado de gestionar sus impuestos (también los míos y los de usted) desde el poder. Visto así, la cosa no tiene tanta gracia.

Siguiendo los pasos de Murphy y su ley (ya saben, aquello de que si algo puede salir mal, saldrá mal), también podemos constatar que en España se entregan premios nacionales dotados con cantidades salidas de esos mismos impuestos antes comentados a un señor que asegura, nada más recoger el galardón y con el ministro del ramo presente, lo siguiente: «Siempre he pensado que en caso de guerra, yo iría siempre con el enemigo. Qué pena que España ganara la Guerra de Independencia. Me hubiera gustado que ganara Francia».

Quizás Trueba no sepa que la población española en 1808 era de 10,5 millones de habitantes. Las bajas locales se estiman en cerca del medio millón, lo que supone el cinco por ciento del total. Extrapolado a la actualidad, estaríamos hablando de unos 2,3 millones de muertos. No parece una cifra menor para hacer bromas al respecto. Y si se hacen, que al menos se tenga la hombría de no aceptar el premio económico. Pero no, el dinero al bolsillo y el ministro, a decir que «yo sí me siento español y sí me alegro de las victorias de España». Uf, qué defensa más virulenta del espíritu nacional. El cineasta todavía debe de estar temblando…

En fin, que gentilicios y apátridas mandan en las audiencias. No ahondo en el asunto de lo del genocidio en la conquista de América, único proceso imperialista en la Historia que se detuvo por un debate teológico al respecto, para no aburrirles.

¿Qué quiero decir con todo esto? Todo y nada. Por lo pronto, que me alegro de no haber arreglado mi televisor cuando se estropeó. Y que Woody Allen puede dejar de contratar creativos para sus guiones surrealistas; le vale con españolizarse de cuando en cuando.