Érase una vez un candidato a presidente de Gobierno que había sacado el peor resultado de la historia de su partido y que tenía un gran concepto de sí mismo, hasta el punto de presentarse como la bandera del diálogo, aunque a la hora de la verdad no se sentó jamás a negociar con el que consideraba su máximo rival. Eso sí, presuntamente era guapo, lo que constituía su principal virtud. Insoportable.

Érase otra vez otro candidato a presidente de Gobierno que había perdido una quinta parte de sus votos en menos de medio año y que se permitía el lujo de vetar al único candidato que había mejorado sus resultados desde las anteriores elecciones… aunque él mismo llegó a firmar un acuerdo de Gobierno con otro candidato con un resultado abismalmente inferior al del vetado. En definitiva, este tipo era un aficionado. Incomprensible.

Érase una vez más un nuevo candidato a presidente de Gobierno de un país por cuyos símbolos nacionales tenía poca o nula simpatía, que propugnaba la posibilidad de una votación que lo fracturase y que estaba deseando que su rival por la hegemonía de lo que él llamaba izquierda (ja,ja) permitiese gobernar al candidato más votado, para así poder acusarle de vendido y quedarse él como cabeza de la oposición. Lamentable.

Y érase por último el candidato a presidente de Gobierno que más votos había sacado, el único en mejorar resultados en las últimas elecciones, pero incapaz de pactar ni con su sombra ni de hacer valer su (teórica) situación de fortaleza, atenazado por la corrupción a su alrededor y convencido de que todo se arregla con la inacción. Triste.

 

Y así seguimos. Érase una vez España.