Era una mañana fría. Los hombres y mujeres —nótese el obligado lenguaje inclusivo— que formaban el Pleno de la recia ciudad de Burgos sabían que se encaminaban a una sesión transcendental para la supervivencia de la raza humana: iban a votar sobre la supresión o no de las armas nucleares. El mundo entero contenía el aliento ante tamaño paso adelante… o atrás.

Todos los miembros y miembras —tomando el término de la célebre exministra Bibiana Aído— se encaminaron sin titubeos ante la titánica tarea que tenían por delante. Putin, Biden, Xi Jinping, el Foro Davos, los fabricantes de armas… Absolutamente todo el planeta había girado el cuello y ponía toda la atención a lo que se cocía en Burgos. Los componentes de su Pleno, haciendo un magnífico uso del dinero sacado del bolsillo de los contribuyentes, podían cambiar el curso de los acontecimientos mundiales.

Tras una sesión con una tensión a la altura de su transcendencia, salió el «sí». Una gran victoria, sin duda. Putin cayó hincado de rodillas en su despacho del Kremlin. Entendió que de inmediato debía llamar a sus cargos subalternos para cancelar todos sus proyectos nucleares. Biden hizo lo mismo. El dirigente chino trató de resistirse, pero hubo de aceptar la evidencia de que el Pleno de Burgos, nada más y nada menos, había tomado una decisión irrevocable. El mundo entero respiró. Si lo había dictaminado el Pleno de Burgos, empleando para ello sabiamente recursos financieros públicos, no había respuesta posible. Había que doblar la cerviz.

Al día siguiente por la mañana, en una comunidad de vecinos de Cazalla de la Sierra se colgó una nota junto a uno de los ascensores. «Esta noche, a las 20 horas, debatiremos sobre la conveniencia o no de que los bancos regalen sus fondos a todo aquél que se presente en una oficina cantando Paquito el chocolatero». Cuando la noticia saltó a los medios, el sistema financiero mundial se echó a temblar. No era para menos.