Posiblemente, el festival de Eurovisión haya sido el mejor espejo en el que puede mirarse el Viejo Continente para ver si es capaz de reconocerse. La cuna del saber occidental (alimentada, por supuesto, por los arcanos conocimientos egipcios y mesopotámicos), el lugar donde floreció la cultura grecolatina, madre de las universidades, de los derechos universales y del librepensamiento es hoy una suerte de adefesio casi irreconocible.

Mientras que en estos días se reúne en Madrid —no es casualidad, tenemos el presidente más lacayo de sus señores de todos los que existen— el Club Bildelberg para decidir lo que posteriormente adoptará carta de legalidad a través del G-7 (Rusia, por el momento, va supuestamente por libre), la población permanece ajena a casi todo y sigue pensando que vivimos en una democracia donde manda la soberanía popular (ja, ja). La atención mediática de lo que decidan para nuestras vidas los oligarcas de Bildelberg será una minucia comparada con el seguimiento y el debate que generó lo de Eurovisión.

¿Quién ganó el Festival? Ni lo sé ni me importa, pero sí sé que aquello no era un evento musical, sino una amalgama de mamarrachos activistas de algo (o eso creen ellos), un granito de arena más en la demolición de la belleza y el conocimiento que siempre ha irradiado Europa, el continente más relevante a lo largo de la historia. Cuando la cultura europea sea sólo un recuerdo petrificado para los turistas, la gente de Bildelberg y sucedánea tendrá más fácil perpetuarse (con la IA y otras lindezas para confundir la realidad, mentir, controlar e imponer su Agenda 2030) en un poder que será omnímodo… o casi.

 

La foto es de La Gaceta de la Iberosfera