Érase una vez una selección de fútbol masculino en la que gran parte de sus jugadores decidió que ya no quería trabajar más a las órdenes de su entrenadora. Estos jugadores no daban una explicación mediante un comunicado público para argumentar por qué exigían que su jefa abandonase su puesto de trabajo. No lo consideraban necesario. Se limitaron a filtrar a la prensa, bajo cuerda, algunos mensajes, en los que se deslizaba que la entrenadora era «controladora y dictatorial». Al parecer, esos dos calificativos deberían ser ajenos a la mandamás de un grupo de veinteañeros y era suficiente trasladar que se sentían incómodos con ella para forzar su salida.

La mayoría de la sociedad deseaba parecer progresista y rápidamente se posicionó a favor de los sufridos jugadores, que llegaron a señalar, entre dientes y sin dar la cara, que «la echaban por sus cojones». No había duda posible: para ser un buen demócrata, inclusivo y firme ante el nocivo matriarcado, había que cerrar filas en torno al grupo de jóvenes futbolistas que sufría la tortura de un trato vejatorio del que se no se habían aportado pruebas. Ni tampoco era necesario, porque los hombres, por definición, siempre dicen la verdad y dudar de ello era estar a favor de la opresión al débil.

Desde varios lugares del mundo se produjeron compungidos actos de solidaridad por parte de otros jugadores hombres: «Estoy con vosotros», «Contad conmigo como uno más en esta noble batalla»… fueron algunas de las valientes proclamas vertidas. El pulgar señaló hacia abajo y la seleccionadora hubo de sufrir el pertinente escarnio público. Fue el triunfo de una sociedad sana. Felicitémonos todos por ello.

 

La foto es de cope.es