Digo que lo mínimo que se le debe pedir a alguien que merezca (o crea merecer) el adjetivo de intelectual es que sea valiente, que se moje, que abandone la vil equidistancia, que tome partido y ponga la cara, quizás para que se la partan, por aquello en lo que cree. Es por esto que mi humilde columna mensual se torna en aplauso para Juan Manuel de Prada, un pensador valiente. Ahora que nos hemos quedado huérfanos de don Antonio Escohotado, al menos nos queda Juan Manuel para mantener arriba la idea del pensamiento libre. Otros escribirán insustanciales novelitas de acción situadas en guerras de hace ochenta años para evitar el compromiso de alzar la voz ante el oficialismo. Allá ellos. Yo aplaudo hoy a Juan Manuel de Prada y replico, literalmente, la columna que se ha atrevido a publicar (¡bravo!) en Abc. Se titula Elogio de la mascarilla.

Os ha sublevado un poco, ¡oh, pequeñuelos míos!, la imposición de la mascarilla en exteriores que hemos decretado en nuestro último cónclave pandemónico. En lugar de hacer tanto aspaviento, deberíais estar contentos. Hemos santificado vuestros pecados y a cambio vosotros nos habéis entregado vuestras prerrogativas humanas. La mascarilla os la hemos impuesto para que recordéis que somos vuestros amos, igual que en otras fases anteriores de la plaga os hemos obligado malignamente a recluiros en casa, a dejar morir sin compañía a vuestros padres en los morideros llamados residencias o a hacer el ridi, saliendo a aplaudir a los balcones. Quienes aman la servidumbre deben ser sometidos periódicamente a humillaciones grotescas que les recuerden su condición servil.

La imposición de la mascarilla en exteriores, bien lo sabemos, es una medida por completo absurda y chusca. Pero sirve para recordaros vuestra condición de bestias sumisas que, a cambio de que santifiquemos sus aberraciones, obedecen los mandatos más caprichosos. ¡Es tan hermoso veros convertidos en tarados tragacionistas que actúan irracionalmente! ¡Es tan emocionante que os dejéis inocular cada seis meses los mejunjes que poco a poco van reduciendo a fosfatina vuestro sistema inmunitario! ¡Es tan enternecedor que abarrotéis bares y restaurantes exhibiendo como botarates esa licencia para contagiar que os hemos hecho creer que es un pasaporte que os ampara! ¡Y es tan delicioso veros pasear como ánimas en pena con el bozal, respirando los efluvios de vuestra saliva rancia y comiéndoos vuestros propios microbios regurgitados!

Pero no os alarméis, que esta situación durará poco. En realidad, os hemos impuesto la mascarilla en exteriores para desviar vuestra atención borreguil, de tal modo que cualquier otra imposición alevosa os parecerá, en comparación, un alivio. ¿No habéis observado que todas las cacatúas y loritos sistémicos a los que hemos repartido en los medios de cretinización de masas han protestado contra la imposición? En unos pocos días, a medida que esta chusma sistémica insista en su berrinche, retiraremos o relajaremos la medida, para que parezca que nos hemos rendido. Pero lo cierto es que hemos empleado la imposición de la mascarilla a modo de macguffin hitchcockiano o trampantojo para distraer a los ingenuos. De este modo, rehabilitamos ante sus ojos a la chusma sistémica de loritos y cacatúas a nuestro servicio. Y, a la vez, mientras os desgañitáis contra la mascarilla, normalizaremos el pinchazo semestral (o cuatrimestral, o mensual, o lo que nos salga del rabo y las pezuñas), hasta convertir vuestros cuerpos en acericos; y no os renovaremos el pasaporte o licencia para contagiar si no tragáis con cada nuevo pinchazo. ¿Acaso pensabais que íbamos a santificar vuestros pecados sin matar a cambio vuestras almas y vuestros cuerpos? Se nota que no conocéis bien al Gran Inquisidor que tanto os quiere. Disfrutad de vuestra navidad-sin-Dios-y-con-bozal, pequeñuelos míos.

 

La foto es del Abc.