Vamos con tres breves reflexiones con la intención de que funcionen como espejo y, quizá, reflexionemos. Un jugador (Mouctar Diakhaby) acusa a otro (Juan Cala) de haberle proferido insultos racistas, lo que, de haberse probado, habría supuesto una fuerte sanción al señalado. Tras varios días repasando concienzudamente todas las tomas posibles, de limpiar una a una las pistas de sonido (en un campo vacío) y de utilizar un sofisticado programa informático para leer los labios, la LFP decreta oficialmente que no se ha hallado la más mínima evidencia que sostenga la acusación. La lógica conclusión, no puede haber otra, es que ese teórico insulto NO existió y que, por tanto, el acusador debe pedir perdón y, además, lo lógico sería que se le imputase una condena equivalente a la que le habría tenido que asumir el acusado en el caso de que se hubiera probado su culpabilidad. Pero no, no es eso lo que pasa. El falso acusador sale totalmente indemne, no ofrece ni siquiera una rueda de prensa (el acusado sí lo hizo) y los miserables políticos que saltaron al linchamiento público condenando sin pruebas callan y miran a otro lado. No hay hombría. Ésta es nuestra sociedad: la que admite que una falsa denuncia salga gratis.

Siguiente punto: la Superliga. La sociedad española ha demostrado, una vez más, su absoluto borreguismo. Resulta que su entretenimiento número uno, el fútbol, ha estado a punto de saltar por los aires. ¿La calle alzó la voz? No señor, las aficiones habían admitido dócilmente que sus clubes, por los que tanta pasión sienten, se quedasen fuera de la gran jugada. En silencio, sin activarse para defender los famosos colores. Nada. Apatía y sometimiento. Es otro reflejo de una sociedad adormecida que ha olvidado que la libertad y la propiedad son algo que hay que defender cada día, cada segundo. Advertencia: lo de la competición elitista (no olvidemos que la Banca Morgan, por cierto dueña de farmacéuticas enriquecidas con las nuevas vacunas obligatorias, es la que pone el dinero) volverá, no tengan dudas. Si la pelea es entre JP Morgan Chase (Florentino es sólo el ejecutor) y un pueblo adormecido, me temo que todos sabemos qué pasará. Esta vez se ha parado el golpe porque hay sociedades vecinas más activadas (ingleses, alemanes…). Vamos a ver qué sucede en el siguiente intento.

Último punto: echen ustedes un vistazo a lo que sucede en un partido de fútbol televisado cualquiera. Los jugadores en el césped, el árbitro principal y los dos entrenadores están sin mascarillas. El resto, incluidos los de la seguridad (en campos vacíos…) sí llevan. Un futbolista que ha jugado, por ejemplo, sesenta minutos y que ha abrazado, agarrado, golpeado, marcado, sudado bestialmente, tragado sudores de otros, gritado y todo lo que ya saben que sucede, es cambiado por un compañero. Entonces va a la grada y se sienta en solitario, a muchos metros de cualquier otra persona. Pues bien… ¡Es entonces cuando está obligado a ponerse la mascarilla!. Cualquier análisis conduce a pensar que este protocolo es absolutamente estúpido, y más cuando ese mismo futbolista sudoso y con mascarilla compartirá unos minutos más tarde ducha y vestuario con sus mismos compañeros. Pero, oiga, el impacto del mensaje subliminal no verbal de que la mascarilla siempre debe estar presente con la única excepción del partido en sí mismo (en-tre-te-ni-mien-to en casa…) es lo que permanece. Son las cosas del primado negativo y de una sociedad que traga con todo lo que echen.

 

La imagen es de Mediotiempo.