Vaya por delante que yo también pienso que el Carnaval de Cádiz no es una fiesta más ni una feria de tantas… Ni mijita; es el escenario donde florece el talento con mayúsculas pese a mis prejuicios en contra de lo folclórico en general y las concentraciones masivas de personas como atracción. Reconozco que soy un fan absoluto.

Lo soy porque es una fiesta con contenido, no uno cualquiera, sino de gran sabor cultural, artístico y creativo. Tengamos en cuenta que para la inmensa mayoría de los gaditanos el año se mide de febrero en febrero. Algo así como los Juegos Olímpicos en la Magna Grecia. En ese lapso de tiempo, el calendario se vuelve cíclico, siempre comienza un nuevo proceso de diseño de tipos y repertorios.

Yo entré tarde en el mundo del Carnaval, pero llegué para quedarme. Como dice una buena amiga mía, aterrizar en Cádiz en Carnaval es encontrarse coplas llenas de libertad, guiños, crítica y guasa. Es toparse con un casco antiguo tomado por los papelillos (que no confeti) y por papelones (de pescado por ejemplo…). Una fiesta abierta para todos los que quieran escuchar y ser escuchados. Hay más talento que borrachera pura y dura. Mucho mejor así.

Pues bien, este año me lo pierdo. ¿La razón? Me marcho unas semanitas fuera a hacer el trabajo de campo para escribir un nuevo libro. Destino Cuba. La Perla del Caribe se encuentra en un momento de máxima expectación que merece ser contado como testigo directo. Cambio en esta ocasión el Pópulo y la Viña por Santiago y Matanzas. A la vuelta me desquitaré. Seguiremos informando desde el otro lado del Atlántico…