Asia Central. Esa región del mapamundi alejada de las principales rutas turísticas y, por tanto, de la globalización. No por casualidad Uzbekistán es el único país desde el que se necesita cruzar dos fronteras para alcanzar otro que tenga salida al océano (contando el Mediterráneo como una excepción admisible). “¿Podemos hacernos una foto contigo?”. La pregunta es de un viandante local cualquiera. “¿Nos acompañas a nuestra casa y compartes un té con nosotros?”. Ídem. La generosidad en las llamadas Tierras Vacías es algo todavía a la orden del día, una auténtica bendición para el viajero.

Sucede que Uzbekistán, por seguir con el mismo ejemplo, tiene frontera con Afganistán. Ya sabemos lo que ocurre allí (¿lo sabemos realmente?), así que en principio suena a peligroso. Sin embargo, la realidad es que el país uzbeko resulta de lo más tranquilo y apacible. También silencioso. ¿Por qué? Posiblemente porque hay Policía cada pocos metros, incluso una patrulla en todas las bocas de metro de Tashkent (está prohibido tirar fotos dentro). ¿Estado policial? “Bueno, sabemos que si alguien critica públicamente al Gobierno se puede meter en líos. Y tenemos claro cómo se llama eso, no somos incautos. No obstante, mira a tu alrededor… ¿Ves algún problema de seguridad? Lo de los atentados pasa en Francia, Bélgica, esos sitios. No aquí. Mi casa tiene las puertas abiertas y los niños pueden jugar en la calle. ¿Cuánto vale eso?”. La reflexión pertenece a un vecino cualquiera que me ha convidado a un vodka en el salón de su domicilio. Señalemos también que papá Putin tutela toda la región.

La pregunta que queda latente en el aire es: ¿Realmente se puede combatir el radicalismo desde un sistema democrático cosido con veinte filtros de control o se necesita un régimen con tics dictatoriales para saltarse lo que sea y ser realmente efectivo en la defensa de la sociedad civil? Miro a un chiquillo que me da las gracias por devolverle la pelota y lo medito.