Todos sabemos de sobra lo que ha sucedido en Marruecos hace un par de semanas. Y todos —digamos mejor, casi todos— lo hemos olvidado. Los problemas de la vida diaria, la maldita inflación y una vida acelerada hacen que nuestra frágil memoria no dé para demasiado.

Quizás por ello me gustaría destacar un episodio que viví en primera persona. Por azar del destino, me tocó estar en Marruecos cuando se produjo el temblor de tierra. Y, además, en una ciudad que se vio afectada. Voy al grano: no habían transcurrido ni doce horas cuando echo en falta a dos personas con las que había pasado la noche en un aparcamiento en superficie para que ningún edificio se nos cayera en lo alto.

Un niño pequeño me explica: «Se han ido a Tarudant». Le digo que no se ha enterado bien, que eso no es posible, que nadie se va a acercar a la boca del lobo cuando todavía estamos sufriendo réplicas. Pasan un par de horas, quizás tres. Aparece uno de esos dos hombres. Le pregunto dónde ha estado. Con la mayor tranquilidad, sin presumir de nada, me responde: «Me he acercado con mi cuñado a un pueblo que hay justo antes de llegar a Tarudant».

Pongo cara de extrañeza, el tipo no es de la Policía ni de los servicios de rescate. Él se extraña de mi extrañeza: «Tengo un íntimo amigo que vive allí. He ido a visitarlo y, de paso, he llenado mi coche con botellas de agua, pan, arroz… Esas cosas. También he llevado juguetes, ya sabes que hay muchos niños estresados que necesitan desviar su atención del drama». Me quedé atónito.

El tipo me miró y lo único que dijo —con una sonrisa— fue: «¿Has comido? ¿Quieres un té?». Pensé para mis adentros que no todo está perdido para la humanidad.

 

La foto es de la Levante EMV